Por Juan Carlos Fessia
Desde el inicio de la historia, la raza humana hizo diferencias con sus congéneres. El poder y la ambición fomentaron permanentemente la división social y económica y esta a la vez trajo aparejados los denominados extractos sociales, clasificados vulgarmente en ricos y pobres.
El capital es la fuerza que motoriza el trabajo, este surge a partir de variados factores, del esfuerzo y la capacitación de muchos hombres y mujeres anónimos que se abren paso con buenas intenciones y fundamentalmente al desarrollo económico de su progreso individual. Un axioma dice “Debo hacer las cosas para mí y si esto progresa, sola se hará para los demás”.El individuo aún en su personalismo, transmuta su solidaridad encubierta.
El capital y el trabajo generan un silogismo, esta necesaria unidad corporativa, suele no ser equitativa en el producto de las utilidades y en muchos casos el deseo se transforma simplemente en explotación hacia el que menos tiene o puede.
Un trípode de operadores forjan la vida de una nación, empresarios, trabajadores y necesariamente el estado, estos adolecen de problemas conceptuales que en su interacción, no logran la armonía necesaria para el bienestar general.
Cada dirigente aspira a lograr sus objetivos y esto se transforma en una fuerte lucha de clases, parecería que nadie queda conforme con el accionar del otro, todos exigen sus pretensiones, pero estas no reflejan sus realidades, ya sea por lo mucho o por lo poco.
En la economía de un estado el equilibrio general, pasa a ser una utopía, son tantos los factores que convergen para lograr claridad y certeza, que nadie puede lograr su verdadero objetivo.
Empresarios y trabajadores exigen en demasía sus pretensiones, nadie quiere quedar segundo en la lucha y el estado queda atrapado en esta disparidad de conceptos y valores.
Estas acciones encontradas carentes de solidaridad generan un círculo vicioso de precios y salarios que termina perjudicando a todos.
Ante estas actitudes del capital y el trabajo, comienzan a generarse los efectos ya conocidos, desocupación y pobreza y el estado como tal debe actuar solidariamente ante los desposeídos, para mitigar su indigencia, cabe aclarar, no siempre de la forma adecuada. Estas actitudes de solidaridad social, en gran parte no son comprendidas por aquellos que gozan de un estándar de vida que está muy lejos de conocer la pobreza.
Solidaridad, esta palabra que reviste un gran contenido social, tiene un significado poco expresivo en relación a la magnitud de sus efectos, “adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”
Esta expresión académica se diluye ante la presencia de la acción. Asimilar esta palabra y actuar en consecuencia, comprender la necesidad del otro y actuar convencido que todos los días puedo darle al indigente, al necesitado mi ayuda, mi colaboración espontánea genera momentos de felicidad y comprensión de parte de quien la recibe.
Los cotidianos y pequeños actos solidarios generan un efecto mutuo en lo espiritual y quien los realiza puede ir comprendiendo sus valores interiores.
La vida no sólo es una sucesión de días, de años de existencia. A la sociedad más deprimida, más humilde, más sufriente, se les escapan los días y los años, necesitan del afecto, de la compresión, ellos son niños, adolescentes, abuelos, que no han tenido las posibilidades y progresos obtenidos como otros.
Sus sufrimientos necesitan ser atenuados, esforcémonos por extender nuestras manos y dar parte de nuestros frutos para poder comprender que es la necesidad.
Mas allá de todas mis apreciaciones sobre este tema, valoro a todos aquellas personas que anónimamente conforman las estructuras de fundaciones y O.N.G, que con su diario accionar cumplen una acción solidaria amplia y estimulante para el conjunto de la sociedad.
Ser solidario como se sepa, como se pueda, ha de ser una valor que dará virtudes a nuestra condición humana, comprendamos la acción y nuestra felicidad será ampliada.
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