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Notas de Opinión Jueves 31 de Marzo de 2011

Trabajo infantil

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Prof. Julio Armando

Por Prof. Julio Armando

Chicos que se levantan a las 4 de la mañana y a los que les espera una jornada de trabajo combinada con la escuela. Niños que postergan pedazos de su infancia para desafiar día a día la bravura del campo. Pequeños que dejan de serlo para poner sobre sus hombros responsabilidades de adultos sin estar preparados para ello. Y un futuro que se va empeñando detrás de la ignorancia, la apatía o la conveniencia de aquellos que hacen que miran para otro lado.

El trabajo infantil presente en los campos de nuestra pampa (por ende en nuestro departamento Castellanos) es uno de los males que sufren cientos de chicos diariamente ante la no mirada de casi todos los sectores sociales. Una problemática invisibilizada a los ojos de la sociedad y que deja como cómplices a sus actores principales: padres, productores, estado.

Madrugar para “hacer el tambo” sin importar las inclemencias del tiempo o llevar adelante cualquier otra tarea rural bajo los rayos perpendiculares del sol forman parte de la vida cotidiana de muchos niños. Lo que no deja de sorprender es la naturalidad con que se trata esta situación y la resignación con la que nos vamos acostumbrando a convivir con esta problemática.

Creer que un niño de 12 años que se levanta tres horas antes de ir a la escuela para “hacer el tambo” va a aprender como corresponde es impensado. Ni hablar si ese mismo niño debe “volver a su trabajo” a la hora de la siesta para completar finalmente su jornada laboral. Escuela y trabajo infantil no se compatibilizan para nada, son antagonismos irreconciliables que en el mediano y largo plazo uno terminará fagocitando al otro. De hecho aquellos niños que ya comenzaron con el trabajo rural, en ocasiones se ausentan de los establecimientos educativos primero de manera irregular, pero con mayor frecuencia a medida que transcurre el tiempo. Un día más de trabajo para este niño es un día menos de aprendizaje, un día más de atraso, un día menos de oportunidades, un día más de exclusión, un día menos de infancia.

En nuestro país existe una ley (26.390) que prohíbe todo tipo de actividad laboral, sea remunerativa o no, en los chicos menores de 16 años. Incluso en el caso que superen dicha edad existen restricciones que intentan proteger al menor que trabaja: no podrán desarrollar tareas peligrosas o insalubres, ni tampoco realizar horas extras, en el marco de una jornada laboral reducida de seis horas diarias, manteniendo la equidad remunerativa. En el único caso que menores entre los 14 y 16 años podrán trabajar, según la ley, es cuando estos sean “ocupados en explotaciones cuyo titular sea su padre, madre o tutor, en jornadas que no podrán superar las tres (3) horas diarias, y las quince (15) horas semanales, siempre que no se trate de tareas penosas, peligrosas y/o insalubres, y que cumplan con la asistencia escolar”. Aclarando que en estos casos se “deberá obtener autorización de la autoridad administrativa laboral de cada jurisdicción”. Evidentemente por ahora todo este marco legislativo no alcanza para evitar el trabajo infantil que se da a partir de que actores sociales posibilitan, promueven (lo más grave quizás), o por lo menos no impiden que cientos de chicos en nuestra región salgan a trabajar cuando en realidad deberían estar pensando solamente en estudiar.

En primer lugar habría que señalar la responsabilidad que les cabe a los padres, quienes les otorgan a sus hijos un rol social para el cual no están preparados física ni psicológicamente. Ya sea por ignorancia, por necesidad o porque ellos mismos tuvieron que “poner el lomo” desde pequeños, vuelcan las mismas experiencias sobre sus hijos sin medir las consecuencias que esto traerá para el niño. Una mirada estrecha que condena a los chicos a perder días de escolaridad y oportunidades de crecer y ascender en una escala social cada vez más competitiva que finalmente los terminará marginando. No se dan cuenta que el costo de cubrir un puesto más en un tambo es restarle proyección a un niño limitándolo en su desarrollo. Por otro lado existe además, desde la familia una concepción de que cuanto más pequeño sea el niño que trabaje más responsable y más maduro será en un futuro. La frase “yo empecé a trabajar a los 8 años” es el orgullo de padres que no comprenden que las consecuencias desfavorables de someter a sus hijos al trabajo rural (con todo lo que esto implica) serán mayores que los beneficios. Y que las responsabilidades en un menor pueden inculcarse de otra manera que no sea la de someterlos al trabajo adulto en edad temprana.

En segundo lugar aparece el insoslayable rol de los productores rurales que con su silencio no hacen más que avalar y/o promover este tipo de situaciones ilegales. No es menos cierto que algunos de ellos a la hora de contratar personal para su campo ponen la mirada en familias numerosas con hijos que transitan la segunda infancia con el fin de conseguir mano de obra gratuita. Con el salario del padre de familia se aseguran la colaboración de sus hijos sin necesidad de “poner un peso más” ahorrándose además cuestiones que hacen al trabajo formal (seguro, jubilación, obra social, etc.). Ninguno de ellos puede ignorar que en sus campos existe trabajo infantil al que no combaten; porque en algún punto les conviene. Esto sería tan simple evitarlo como que se le pague un salario digno al peón rural o se contrate la cantidad de personal necesario en un tambo no generando la necesidad de que algún trabajador disponga de sus hijos como empleados. Al margen de la responsabilidad de los padres, los productores podrían impedir si quisieran el ingreso de los niños a los lugares donde se desarrollan tareas rurales con una simple orden; pero en algunos casos sólo se llaman a silencio convirtiéndose de esta manera en cómplices del trabajo infantil. Estos mismos productores son los que jamás pondrían a trabajar a sus hijos en lo mismo que sí lo hacen los hijos de sus empleados.

Finalmente aparece el papel del estado, un estado que no sólo debe brindar las herramientas legislativas que regulen la actividad rural sino que debe ser el principal ente contralor para que dichas leyes se cumplan. Debe poner a disposición toda su infraestructura y logística para detectar y castigar a quienes utilizan niños como mano de obra. Controlar y castigar; pero justamente es en estas dos cuestiones es en las que más falla. En el caso del departamento Castellanos la Secretaría de Trabajo cuenta sólo con dos inspectores para supervisar todas las actividades laborales (entre ellas las rurales), lo que dificulta en gran manera un trabajo eficaz, por más buenas intenciones que se pongan. Por otro lado las multas para los productores que presentan irregularidades son catalogadas de “irrisorias” por el mismo gremio de los peones de campo, resultando más beneficioso para un productor pagar la multa que, por ejemplo, colocar en blanco a un trabajador. Tampoco se debe desligar al estado de generar las condiciones económicas y sociales adecuadas para que esas familias rurales manden sus hijos a la escuela todos los días y no tengan la necesidad de enviarlos a trabajar.

Un cambio en la cultura familiar, a través de la educación, que les ayude a mirar más a futuro; productores que asuman una mayor responsabilidad empresaria con sus empleados y la sociedad que los rodea; un estado presente en la regulación y control del trabajo rural; medidas que ayudarán a que este flagelo del trabajo infantil vaya retrocediendo progresivamente. Hoy esta realidad está más cerca de lo que creemos y tan naturalizada que se nos hace difícil siquiera intentar modificarla. Pero es necesario que a los chicos del campo no se les robe más un minuto de su niñez ni se les empeñe un segundo más de su futuro.

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