Por REDACCIÓN
Por Hugo Borgna
El abad, intensamente inclinado hacia adelante, no percibía como un peso la tarea de registrar los hechos del día; sabía del destino de su mensaje y por eso trabajaba con belleza los giros superiores, acompañantes de vocales y consonantes que constituían el cuerpo de su texto: el semicírculo superior de la “f” y el grosor que desde arriba iba engrosando paulatinamente hasta lograr el máximo grosor de las trabajosas “O”. Era responsable por los hechos que registraba y por la elegancia necesaria del escrito manual. Sabía que Dios vería con agrado ese empeño suyo para lograr una escritura veraz y elegante.
“Son tus cartas mi esperanza – mis temores, mi alegría – y aunque sean tonterías – escríbeme, escríbeme”.
Fueron más de tres años, que los que refería muchos siglos después el dinámico tango que contaba un amor. Más bien habían transcurrido siglos. Todavía era posible contarlos sin marearse, desde que Cervantes puso el máximo interés en que su público lector, exigente, pudiera sentir un poco como propia, la esquiva suerte de su personaje, flaco solamente de cuerpo, por aquellos caminos, físicos y literarios. La muy trabajada letra manual era condición ineludible todavía antes de que la recién nacida imprenta engordara de un solo golpe a las naturalmente y de noble cuna además de obesas “0”.
“Tu silencio me acongoja – me preocupa y predispone – y aunque sea con borrones - escríbeme”
Y llegó el amor, inspirando urgentes reclamos. No fueron ya textos para conocimiento público porque los sentimientos profundos siempre fueron universales además de cada persona. Las penas expresadas en esas cartas siempre fueron reclamos activos de la persona que los hacía, igual que las de su vecino, amigo y hasta por el pariente más lejano. Se percibía como necesario que quedaran graficados el abundante amor y el concepto de belleza intentando igualar a la de la dama. Las “o” siguieron engrosadas de sentimientos con valor de futuro.
“Me hacen más falta tus cartas – que la misma vida mía – lo mejor morir sería – si algún día me olvidaras”
Y llegó sin anunciarse y para queda la técnica igualadora de tipos gráficos. Sí, lector atento, ya no fue necesaria la mano que llenaba las “O” una a una, con paulatino cuidado: el engrosamiento con arte quedaba asegurado.
Llegaron unas máquinas que cambiaron todo (se piensa que fueron bautizadas de apuro en el camino) a miles de personas con el uniforme generalizador de “usuarios”. Millones de “o” se llenaron simultáneamente, todas iguales gobernadas por una estética segura y orgullosa.
“Cuando llegan a mis manos – su lectura me conmueve – y aunque sean malas nuevas – escríbeme, escríbeme”
Se sabe que hay un modo convenido para las películas: el final debe ser sorpresivo, superando al del espectador medio que ya se los conoce todos.
Hubo un triunfo, no previsto por casi nadie, para la grafía manual. Fue cuando los productores de películas de emoción prefabricada de empresas almibaradas vieron con interés comercial los títulos de las películas: pasó a ser necesario el dibujo de esas antiguas letras resultantes de amor manual en su ejecución: si la película contenía sentimientos, los títulos no debían ser de letras de imprenta sino manuales.
Percibieron bien, lectores: debían imitar aquellas letras a las de ejecución manual, las mismas que tuvieron como tarea ir engrosando paulatinamente hasta lograr el máximo grosor.