Por Guillermo Briggiler
Increíblemente el mundo no aprende y se sacude nuevamente con conflictos armados en varios continentes. Tenemos conflictos desatados en Europa, Medio Oriente y África. Todo esto a pesar que poseemos datos contundentes, abordando el tema solo desde el punto de vista económico, de que la paz es mucho más rentable. El dilema que se plantea entre destrucción inmediata y construcción sostenible debe llevarnos a un debate global, y esto sin tener en cuenta las vidas humanas, familias destruidas, migraciones masivas y sueños rotos que plantea el diabólico escenario de la guerra, que es un "monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente" como dice la canción de León Gieco.
Si planteamos la economía de la destrucción, podemos ver que en 2024, el gasto militar mundial superó los 2,4 billones de dólares, un récord histórico según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI). Empresas como Lockheed Martin, Raytheon o Northrop Grumman vieron sus acciones dispararse gracias a los conflictos en Ucrania, Gaza o el Índico, lo que demuestra que la guerra, aunque trágica, genera rentabilidad para ciertos sectores. Las tecnologías de defensa, los servicios de logística, los combustibles y la reconstrucción activan un circuito que beneficia a actores económicos puntuales.
Pero hay un costo silencioso de la violencia, según advierte el Institute for Economics & Peace. Es que la violencia le cuesta al mundo el 13% del PBI global cada año, esto es unos 17,5 billones de dólares. Esos recursos podrían destinarse a resolver el hambre, mejorar la educación y la calidad de vida de muchas regiones que viven con grandes necesidades.
Pensemos también que, en América Latina, sin guerras declaradas, la violencia urbana y el narcotráfico generan impactos similares: caída de la inversión, menos turismo, y un gasto estatal creciente en seguridad y salud mental de la población que vive con miedo.
Por caso, el enfrentamiento en Medio Oriente ahora puso nuevamente en alerta a los mercados por el posible alza del petróleo, lo que impactará en la economía global.
De todo esto podemos conversar de la paz como inversión rentable. La evidencia empírica muestra que la paz también puede ser un buen negocio. Si terminamos con la violencia, será más fácil recibir inversión extranjera, como lo hizo Colombia tras el alta al fuego de la FARC.
En nuestro país, podríamos pensar en más rutas y puertos que la inversión en nuevas cárceles y ya que nos involucramos en este delicado tema para nuestra ciudad en este tiempo, pensar también cárceles adecuadas que lleven a recuperar personas para la vida en sociedad. Hoy las adicciones, el narcotráfico y la falta de oportunidades, segan innumerables vidas y privan a la sociedad de quien sabe cuantos jóvenes que podrían producir bienes, servicios y arte para la sociedad entera.
La paz favorece la estabilidad institucional, la productividad y el bienestar social. Reduce costos ocultos como la fuga de talentos, la inseguridad, el deterioro de la salud o el miedo cotidiano. La decisión es política. En un mundo digitalizado y polarizado, la paz no es una utopía ingenua. Es una estrategia económica de largo plazo. Invertir en justicia social, diálogo, cooperación regional y educación no es filantropía: es una forma eficiente de construir valor sostenible.
La guerra beneficia a unos pocos (además del pánico que genera la amenaza sobre un eventual conflicto nuclear entre las potencias). La paz, a todos. Lo que falta no es dinero. Lo que falta es decisión. La paz también es negocio. Solo que su rentabilidad es más lenta, más distribuida y más humana y para todos. La paz y la guerra no son solo fenómenos geopolíticos. Son también elecciones económicas. En un planeta con recursos finitos, el gran dilema del siglo XXI no es técnico ni financiero: es moral y no podemos permanecer al margen.
#BuenaSaludFinanciera
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