Donald
Trump, presidente de los EE.UU., se ha visto obligado a “aceptar”,
si cabe el término, que en el pleno respeto de la división de los
poderes del sistema republicano y democrático se funda el orden
jurídico que garantiza la observancia y aplicación de lo
establecido constitucionalmente. De hecho, esto implica la sujeción
irrestricta de los poderes constituidos a los principios sentados. Punto neurálgico cuyo desconocimiento explica los conflictos
desatados por regímenes políticos que los convirtieron en letra
muerta.
La
decisión de un juez federal de suspender cautelarmente la medida
unilateral de la Casa Blanca, de prohibir el ingreso a los Estados
Unidos de inmigrantes provenientes de países musulmanes abrió un
crítico espacio en las relaciones de partes. A lo resuelto
inicialmente por el juez James Robart siguió el pronunciamiento de
ratificación de lo dispuesto precedentemente por una Corte de
Apelaciones a la que acudió Trump en uso del mecanismo institucional
que lo permite. Defraudado por el fallo, reaccionó de acuerdo a su
carácter autoritario y a una tendencia propia de regímenes
presidencialistas proclives al desconocimiento y/o violación de los
límites institucionales que los obligan de principio. Los
latinoamericanos tenemos acumulada sobrada experiencia de las
consecuencias de los excesos de gobiernos autoritarios surgidos del
voto popular en el marco del orden republicano y democrático que en
rigor desprecian. En el caso en cuestión, la ley marcó los límites
del poder que le fue concedido al señor Trump.
Lo
ocurrido judicialmente puede verse, si se quiere, desde presupuestos
que lo invalidarían si se los asocia a los desvíos hegemónicos de
la política exterior de los EE.UU. Sin embargo no es el caso que
anime estas líneas, sino la ejemplaridad que surge del basamento en
que se respaldan los dictámenes. Quedó asentado meridianamente que
es competencia del Poder Judicial estadounidense “asegurarse -sentencia el fallo de Robart- de que las acciones de las otras
dos ramas (Ejecutiva y Legislativa) se ajustan a nuestras leyes y,
más importante, a nuestra Constitución”.
Más
allá del señor Trump y de lo que deriva de su sinuoso egocentrismo,
agravado por la magnitud y trascendencia del rol de su país en el
concierto mundial, queda en blanco sobre negro el crucial cometido de
la Justicia respecto de principios y valores innegociables. En este
tiempo en el que el orden basado en el respeto de la ley consensuada
en libertad se bate con la creciente presión que genera la
deshumanización y los desbordes que la caracterizan, las amenazas de
males mayores contra la dignidad de pueblos e individuos cobran
singular relevancia, que las evidencias confirman.