Por Alberto Asseff
Ha sonado una alarma que resuena en el Plata. Perú tiene
resquebrajado su sistema político con sus expresidentes presos, procesados o
cuestionados severamente y el último, Pedro Pablo Kuczynski, renunciante ¡Vaya si allí hay grieta! Los
enfrentamientos llegan hasta separar a los hermanos Fujimori de modo rencoroso,
sañoso. La población peruana está ganada por el descreimiento en medio de un
tsunami de corrupción. Sin embargo, en la última década el PBI peruano creció
un promedio de 5,7% anual. No sé si atreverme a hablar de que ese crecimiento
tuvo su derrame social, pero en Lima es visible que ha emergido una clase media
que otrora no existía. Un dato: es imposible circular con un vehículo por la
ciudad, abarrotada hasta la medianoche, con gente yendo y viniendo de su
trabajo y de otras actividades.
La alarma no se refiere a la tambaleante
política y a la rampante corrupción, sino a la paradoja de que en ese contexto
la economía creció y lo hizo sostenida y palpablemente ¿No es que sólo un
sistema institucional sólido y una administración transparente atraen las
inversiones? ¿Por qué en Perú hubo expansión económica no obstante la presencia
lamentable de la mala política? ¿Será que inciden otros factores además de la
seguridad jurídica?
Desde Perú proviene un nuevo llamado de
atención para quienes adscriben a libro cerrado a ideologías. Porque es
innegable que no hay una sola, sino varias, más allá de sus contraposiciones.
La ideología de la globalización indica que el mundo marcha hacia la
democracia firme, la libertad de comercio y de mercado, la cooperación internacional
y, en suma, al concepto de que pertenecemos todos a la idealizada ‘aldea
global’. Sin embargo, la democracia sufre embates fortísimos en todos los
lares, desafiada por la xenofobia, el autoritarismo, las trampas como las de
facebook, el proteccionismo comercial exaltado hasta el borde de la
beligerancia y, obviamente, por el extremismo. La aldea global sigue padeciendo
sangrientas guerras como la de Siria, situaciones desopilantes como la de
Venezuela, asentada sobre valioso petróleo, pero arrasada por la corrupción y
la pésima gestión. Un país promesa como Brasil corroído por un colosal
entramado de corrupción que ha destartalado a los partidos y sepultado los
liderazgos políticos, echando sombras sobre su futuro.
Es evidente que los cambios que experimenta
la globalización impelen a que revisemos nuestras creencias a su respecto. No
es anecdótico que el campeón del libre comercio nos aplique aranceles
insuperables a nuestros biocombustibles, dando al traste con sus ‘enseñanzas’
sobre la libertad.
Necesitamos ser más pragmáticos. A un relato
falaz como el que sufrimos durante más de 12 años no podemos suplantarlo con
otro relato fantasioso o, cuanto menos, utópico. El sistema -si es que podemos
llamarlo así- internacional no es una Arcadia. Sus protagonistas siguen
pujando como al principio de la historia. Ahora hay menos infantería de marina desembarcando
al son de invasores, pero pueden hurtar 50 millones de datos personales y
penetrarnos hasta nuestra médula, manipulándonos. La meta del dominio sigue
impertérrita, aunque hoy tenga novedosos rostros.
La Argentina debe ser fuertemente crédula de
sus posibilidades, pero sumamente precavida a la hora de aferrarse a algunas
convicciones que exigen una permanente revisión para compadecerlas con nuestros
intereses nacionales concretos. Se trata, por caso, de desburocratizar todo lo
que podamos, sin afectar la idea virtuosa de tener un Estado inteligente que
controle sin asfixiar la iniciativa de la gente. Menos papeleo y sellos, más
vigilancia para que nadie quiebre las normas del juego, empezando por la
competencia. Es cien más eficaz garantir la libre competencia que un Estado intervencionista
en la economía. Pero, impulsar al comercio como activador de más empleo y
progreso no implica abrir las fronteras archivando los resguardos. Ni proteger
la incompetencia ni desproteger al sano emprendedor. Siempre hay que buscar y
hallar el equilibrio.
Por supuesto que las categorías y
cogniciones anacrónicas deben ser inhumadas entre nosotros. No nos ‘salvará’ un
Estado omnipresente, pero tampoco uno ausente. No saldremos adelante
amurallándonos y ‘viviendo con lo nuestro’, pero igualmente no tendremos
destino si no aumentamos nuestras transacciones con y en el mundo entero. Por
eso hemos venido insistiendo en que hay que posar la mirada en la vecina África
donde nos esperan buenos y mutuamente beneficiosos negocios, que son la
contracara de los ‘negociados’. Deberíamos preguntarnos si además de impulsar
el acuerdo con Europa no tendríamos que fogonear su similar con África ¿Se ha pensado o nuestros prejuicios
culturales invisibilizaron esa opción?
No es que falleció la ‘globalización’, sino
que está mutando. Al mismo ritmo de los cambios que exhibe, nosotros debemos
hacer cursos de actualización continuos. Jamás quedarnos quietos en una idea,
por más maravillosa que nos parezca. En lo único que debemos ser pétreos en
materia de principios éticos esenciales.
(*) Diputado del Mercosur.Mercosur.
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