Por Ricardo M. Fessia
La historia de Argentina y del Uruguay tiene muchos puntos en común. Partiendo de su mismo origen se continuó con varios de sus hombres que a uno y otro lado del río escribieron las páginas más significativas.
Uno de esos seres, con una vida de plena, fue Luis Alberto de Herrera, líder del Partido nacional.
Toda su existencia significó un ejemplo de lucha que no conoce de claudicaciones y su legado no admite perplejidad. Empuñó tanto el sable como blandió las leyes para la defensa de los principios republicanos y del progreso del pueblo. Sería errado entender que su herencia sea sólo para los orientales; el mensaje está vigente tanto para ellos como para los argentinos y para los latinoamericanos. De pareja forma es la vigencia de su mensaje y sus principios.
Llega al mundo en el hogar montevideano que formaban Juan José de Herrera y Manuela Quevedo Lafone, el 22 de julio de 1873. Por decisión materna es formado en el rigorismo de los principios protestantes haciendo los cursos de formación en su ciudad hasta llegar a obtener el título de doctor en derecho en la Universidad de la República en 1903.
En 1908 contrae enlace con Margarita Uriarte Olascoaga con la que tiene una hija, María Hortensia, madre del ex presidente Luis Alberto Lacalle.
Con los bríos de la juventud y sin demasiados preámbulos se incorpora a la actividad política y, propio de ese tiempo, en la acción directa. Los preparativos de la llamada “Revolución de 1897” se forjaron en Argentina y lo tuvo como uno de los entusiastas que desembarcaron de regreso en el Puerto del Sauce el 5 de marzo de 1897 y se alzaron con el triunfo en la batalla de “Tres árboles”, la más importante de los blancos, de unos días después.
De esa estancia tempranera en Argentina le viene su amistad con Carlos Roxlo con el que luego emprenderá la empresa periodística fundando el diario “Democracia”. Apenas electo diputado nacional, en 1905, presenta el proyecto que limita la jornada laboral.
Si bien nació en un medio netamente ciudadano y tuvo formación universitaria, cultivaba una faceta del espíritu profundo del Uruguay, del interior. En un debate parlamentario supo decir que “debajo del traje urbano se agita un gaucho”. Enunciado que no fue una mera postura, sino que denunciaba su real inserción en el espacio rural. La vida propia, el fragor de la lucha, estaba entre la ciudad y el campo, como fiel reflejo del verdadero sentir del hombre de ese tiempo al que Herrera supo aprehender y obrar en consecuencia.
Estaba la naciente república debatiéndose en el dilema sarmientino de “civilización o barbarie” y requería de medidas que observen esa realidad. El interior era muestra del atraso y Montevideo el faro de donde emana la brillantez y el medro. Fue esta dicotomía la que cercenó el avance facilitando las divisiones infructuosas que no hicieron más que favorecer los intereses foráneos.
Precisamente, cuando se proclama su esencia urbana con espíritu gaucho, recibe acicates de los adversarios que seguían aferrados a las divisiones con enfebrecidos discursos. En ese ámbito supo elevar su voz para advertir que el país debía abrazar todas las manifestaciones.
Pero los tiempos no eran propicios para las mentes preclaras y todo el sub-continente estaba embarcado en parecidos debates. Estos intereses fogoneaban contra la unidad de la región en sus distintas vertientes pero con un solo objetivo, por lo tanto la voz de algunos, como Herrera, que pregonaban por la autodeterminación de los pueblos, siempre era sofocada.
Esta posición de defensa del pago chico le valió un reproche de los adversarios que le recriminaban un exacerbado nacionalismo de confección primaria. Pero las respuestas a todos los cuestionamientos se las pueden tener en “El Uruguay internacional” (Montevideo, Cámara de representantes de la República Oriental del Uruguay, 1988, 444 págs.; París, Bernar Grasset éditeur, 1912, 401 págs.) libro escrito en el fragor del momento y que de alguna forma puedan entenderse las críticas. En uno de sus párrafos se puede leer; “Nada achica la pasión a la terruca; si luego, a la mayoría de edad, se arranca con rumbo a otros escenarios, ya ninguna impresión exterior rompe el doble remache de los nativos amores”. Pero deben analizarse sus dichos con su obra y se concluye que estuvo alejado de todo chauvinismo y que jamás planteó su patria ajena del mundo circundante. Sostenía que “los pueblos pequeños sólo pueden librarse de la tentación de entregamientos, cuando la conciencia se halla fortificada por la disciplina casi religiosa que crea la constante devoción por la historia de las cosas propias”. Bregaba por un Uruguay independiente como manera de rechazar cualquier intento de centralismo al tiempo que una comunidad con fuertes raíces en el continente y comprometida con el destino de los otros pueblos. Tuvo y sostuvo un claro sentimiento de patria.
Estaba alerta a los acontecimientos de los países vecinos y varios de los sucesos más cruciales -el Bogotazo, el Estado novo de Vargas, la llegada al gobierno de Perón- fueron precisamente analizados.
Similar compresión tuvo para sus aportes a los análisis historiográficos que facilitaron herramientas para una revisión del pasado que los nuevos historiadores tomaron y son hoy aceptados.
Así como una imagen de que tan bien le calzaba el traje como el poncho, era en verdad una sincera exigencia por un país único con igualdades superadoras. Tantas veces se lo pudo observar actuando –ora en el debate legislativo, ora en su acción partidaria- por la senda de la unidad auténtica tomando la voluntad del pueblo como la fuente de toda razón y de legitimidad de poder. Laboró afanosamente por la libertad política, por la transparencia del sistema electoral; en definitiva, por el goce de los bienes de la democracia para todo el pueblo. Nada lo amilanó y alguna oportunidad logró ser el candidato mas votado, pero los complejos mecanismos electorales vigentes le impidieron acceder a la primera magistratura. Fue seis veces candidato a presidente de la república.
Desde sus días de juventud que luchó con el sable hasta su sosiego del intelecto blandiendo la pluma, su ideario no tuvo fisura y se convierte en motivo de vivo reconocimiento.
Sin dejar la trinchera, la muerte lo toma el 8 de abril de 1959 en su residencia de Montevideo.
(*) Abogado, articulista, profesor titular ordinario en la Escuela Normal Superior y Superior de Comercio “Domingo G. Silva” y en la Universidad Nacional del Litoral.
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