Por Vicente R. Ceballos
Es cuestión a la que suele acudirse en tribunas diversas (políticas en general) a manera de cierre de arengas de estilo: la Patria nos demanda construir el futuro que nos merecemos. Así de inmensa la convocatoria, coronada por aplausos enfervorizados de presuntos dispuestos a la gran obra común. En ese punto, y como queda demostrado, salvo excepciones lo que seguirá será lo contrario: la reiteración de prácticas conocidas frustrando esperanzas y anhelos despertados en cada nueva consulta electoral. En eso se está hoy, como ayer y antes de ayer, sin solución de continuidad.
¿Es lo que nos merecemos realmente? ¿La prolongación de una marcha decadente, consecuencia de libretos y actores que, con adaptaciones según las circunstancias y cambios de vestuarios, se reiteran en un escenario con remendadas escenografías? ¿Es así, o no? ¿Es un sino implacable imponiéndose por sobre nobles intenciones de quienes aspiran a convivir en un marco de respeto mutuo, o simplemente somos víctimas de lo que hacemos individualmente y de lo que permitimos hacer a otros en el todo vale conformado.
No escapa a esa realidad el dato de la propensión de muchos a cuestionar con dureza acciones ajenas a la vez de ser permisivos y tolerantes para con las propias. Esa dualidad, componente esencial del doble discurso de la práctica política y de las relaciones sociales, alimenta la realidad prevaleciente, signada por una descarada hipocresía. ¿A qué futuro conducen los escándalos de la corrupción y la impunidad que caracterizan este tiempo sino al deducible del derrotero que llevamos?
¿Qué o quiénes garantizan, de cara a lo que vendrá y es ineludible, el resarcimiento debido a las víctimas por la única vía posible si de la reconstrucción de la confianza pública se trata? Porque si es tal el objetivo la alternativa para lograrlo pasa, sin lugar a dudas, por separar el trigo de la cizaña instalada y dar a cada uno el tratamiento de que es merecedor. Cosa que en manera alguna debe ser negociable, precisamente porque se transita un estadio de flagrantes casos de delitos en perjuicio del interés nacional que permanecen impunes no obstante los años transcurridos y las incontrastables evidencias de la ilegalidad de los hechos y la magnitud de los perjuicios producidos.
Una situación que, cabe señalarlo, suma a la irregularidad de los procesos irresueltos la permanencia en el escenario de la desvergüenza de personajes involucrados puestos en pontificadores. ¿Qué esperar de ellos cuando suscribieron en el pasado y hasta ayer decisiones políticas y económicas que profundizaron el retroceso y la ruina material y moral que ahora prometen revertir, sin explicar cómo lo harán y a qué costo a afrontar, por descontado, por los estafados. Esto es, la gran mayoría de los argentinos, sin distinción de credos.
EL FUTURO EN RIESGO
El entramado de intereses y complicidades instalado viene de lejos y cala en diversos órdenes de la vida del país con un punto común de convergencia: los nichos de poder e influencia en los que anida la corrupción estructural mafiosa enquistada e impune, que suele asumirse como infranqueable. En todo caso, ¿interesa realmente modificar el stato quo existente? A muchos, administradores públicos entre ellos, quizás les convenga sostener la construcción armada solo porque, según el dicho popular, tienen la “vaca atada”, no obstante la vocación “democrática” que declaran. Lo contrario implicaría someterse a las reglas de juego que impone la Constitución, sobre la que juran respetarla. Por ejemplo, en un orden básico como es el de los controles de la gestión de gobierno.
Como se sabe, colonizados o no, los organismos con precisa función de control y resguardo de los intereses comunes no fueron obstáculo cuando la maniobra fraudulenta perpetrada vinculaba al poder político, su génesis natural en casos. Sin embargo, sería posible, si mediara la decisión política pertinente, reabrir causas penales cerradas al cabo de procedimientos espurios o sospechables de irregulares.
Sean estas o las que se encuentran en trámites procesales, un único accionar haría posible llevar las causas a su culminación y a los fallos condenatorios si correspondiere: una Justicia a la altura de las circunstancias y del compromiso natural que le es propio e intransferible. Reponer la ley por sobre todo condicionamiento político y hasta sus últimas consecuencias implicaría, de hecho y de derecho, devolver a la República su plena condición de tal. Constitucionalmente, el restablecimiento de la división de poderes.
¿Es posible que esto suceda atendiendo a los datos de la realidad? ¿Es posible que un futuro gobierno se defina a favor de la Ley en su total dimensión, rompiendo con los esquemas políticos y prácticos de los que devienen nuestros males como país y sociedad? La ruptura significaría abrir puertas a la convivencia constructiva, dañada gravemente por la conducta autoritaria que desecha el diálogo y condena el disenso. ¿Estaría dispuesto un nuevo mandatario a cortar amarras que lo aten, por militancia y otros compromisos, a la forma política de entender el poder otorgado como carga pública a respetar y no prebenda que autorice lo discrecional?
Es, sin duda, el interrogante mayor frente a un panorama cargado de sospechas y fundados temores, así como de antecedentes que conspiran en contrario de toda esperanza. Ocurrió otras veces el borrón y cuenta nueva, es parte de la historia el pase de facturas a los que se fueron y el pago a los abonados de siempre. ¿Es el futuro que nos merecemos?
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