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Notas de Opinión Miércoles 12 de Noviembre de 2014

El drama de la pobreza, ¿preocupa realmente?

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Vicente R. Ceballos

Por Vicente R. Ceballos

Infinidad de páginas se han escrito teniendo como tema el problema de la pobreza en el mundo y del compromiso moral de la humanidad satisfecha para con las víctimas del flagelo. El material disponible llenaría, seguramente, mucho del espacio de una biblioteca, incluida la papelería de innumerables relevamientos, estudios, encuestas, estadísticas, etc., y, por supuesto, solemnes declaraciones de gobiernos y organismos internacionales (ONU, PNUD, FAO, BM, FMI y otros), más los resultados del trabajo de fundaciones y organizaciones humanitarias no gubernamentales que luchan en un mar de indiferencia que no reconoce límites morales ni fronteras.

¿Qué ha resultado de todo ello que sea concreto y demostrable, y de importancia acorde a la magnitud de la problemática de la pobreza y el abandono, que pueda anotarse como avance significativo respecto de tanta denuncia y condena? ¿Qué de la admisión de la tragedia y la asunción de compromisos para enfrentar sus causas profundas con ánimo reparador?

Lo real lleva a un interrogante: ¿interesa, preocupa, efectivamente, que millones perezcan de hambre y carencias de lo mínimo y elemental para sostener la vida? Y que esto ocurra y cobre mayor dimensión en paralelo con el aumento de la población mundial, ¿no sugiere un imparable agudizamiento de la situación? ¿No plantea, o replantea, la escalofriante perspectiva de un sobrante humano, ya existente, en el escenario global, donde la lucha por la supervivencia lleva implícita en las prácticas el desprecio del freno moral que se le oponga? En conciencia, ¿no es así?

Veamos. En el 2015 debería darse por logrado el primer objetivo de los siete contenidos en la declaración de desarrollo del milenio, suscripto por los 189 estados miembros de Naciones Unidas. Por ese acuerdo se comprometían a “erradicar la pobreza extrema y el hambre” en los tres primeros quinquenios del siglo en curso, para lo cual, además de apropiadas medidas en cada caso, se instaba a los países ricos a aliviar la deuda, incrementar la asistencia económica y permitir a los países más pobres el acceso a los mercados y la tecnología.

Respecto de tan grandilocuente propósito no puede hablarse de avances en ninguna dirección, con excepción de una: el estigma del hambre ya establecida y localizable, gana espacios, en escala creciente, hasta en países cuyas condiciones naturales y su desarrollo deberían asegurar otra realidad. Ante las evidencias incontrastables de un retroceso que se generaliza, arrinconando a cada vez más vidas desprotegidas, la lógica, más que las estadísticas, debiera imponerse en las conductas. No es lo que ocurre en los niveles mundiales de decisiones que involucran a millones, donde objetivos e intereses en juego priman sobre la realidad objetiva, producto de una escandalosa desigualdad generadora de graves costos sociales. Al parecer, contabilizados como inevitable consecuencia del desatado proceso de concentración de la riqueza y predominio político.

Sin duda, los ocupantes de despachos suntuosos no desconocen el panorama que propone un paquete de contenidos que explican el rumbo incierto de la sociedad humana. Que la FAO martille con el aumento de la población y el pronóstico de una crisis alimentaria instalada ya en muchas zonas, no impresiona. Según el organismo internacional, son alrededor de mil millones los malnutridos y subnutridos crónicos (un décimo de la población mundial, integrante del 20% que se encuentra en el último término de la escala global de disparidades económicas). En términos crudos, los marcados por un destino de irrevocable desenlace: la desaparición, el término de un paso por la vida carente de todo sentido y conciencia. ¿Importa esto? ¿Importan, acaso, la destrucción del medio ambiente, la explosión demográfica, el quiebre social, las víctimas de los enfrentamientos armados, la explotación de niños, la trata de personas?

En un escenario mundial altamente conflictivo como el actual, las cuestiones dominantes pasan, a la luz de los corrimientos de poder e influencia producidos, por otros carriles y lejos de los dramas y tragedias de la pobreza, el hambre y los derechos violados. Muy por encima de ellos gravitan y deciden estrategias económicas y de predominio político regional y/o global. Nada que entusiasme a los espectadores, aquellos que perdieron el tren y quienes están en lista de espera.

¿Es viable un mundo donde prevalece nítidamente lo económico en un contexto librado a designios de fuerzas sin control, supranacionales, con sus propias reglas? De hecho, la política ha cedido terreno al mercado. Todo es incierto y peligroso, con final abierto. En el marco consiguiente, avanza “la adicción al miedo y la obsesión por la seguridad”, define un observador.

Jacques Attali, economista francés, impresionado por el éxito comercial de la película “Titanic”, escribió entonces sobre el suceso. Zygmunt Bauman, valorado sociólogo, recogió posteriormente en un libro las palabras de Attali que, a su juicio, “si ya sonaban sorprendentemente creíbles en el momento, transcurridos unos años se antojan poco menos que proféticas”: “Titanic somos nosotros, es nuestra triunfalista, autocomplaciente, ciega e hipócrita sociedad, despiadada con sus pobres; una sociedad en la que todo está ya predicho. (…) Todos suponemos que, oculto en algún recoveco del difuso futuro, nos aguarda un iceberg contra el que colisionaremos y que hará que nos hundamos al son de un espectacular acompañamiento musical”.

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