Por Redacción
Por Pepe Eliaschev (Especial para NA). - Es probable que sin admitir una completa conciencia sobre el destino ineluctable hacia el que marcha, o quizá obedeciendo a profundas pulsiones ideológicas, el Gobierno de la presidenta Cristina Kirchner avanza a paso redoblado a una curiosa y contradictoria radicalización. Objeto pasivo de su propia consigna ("¡vamos por todo!"), el Gobierno mantiene ahora mismo varios frentes de intensa rispidez.
Pareciera seguir al pie de la letra el guión tácito, según el cual gobernar es confrontar, pero en una cantidad muy grande de situaciones, se enreda y tropieza con sus propias piruetas tácticas. Así, un consignerismo "de izquierda" termina friccionando ásperamente con reacciones de claro corte ordenancista. La peor parte la vienen llevando aquellos ministros de cierta alcurnia peronista, como los de Trabajo y Seguridad, obligados a hacerse cargo de definiciones que hace muy pocos años hubieran sido estigmatizadas por el oficialismo como reaccionarias y antipopulares.
Carlos Tomada, empeñoso y tenaz en la cartera laboral, debe vigilar ahora techos salariales y declarar conciliaciones obligatorias. Nilda Garré, que fue una empinadísima funcionaria del presidente Fernando de la Rúa durante el gobierno de la Alianza, tiene que lidiar ahora con cortes de calles y desórdenes en la vía pública, tras largos años de una gestión que se limitó a "no criminalizar la protesta" y a reivindicar un estilo prepotente y antidemocrático de ocupar los espacios públicos, mientras eso le servía a sus objetivos.
Al confrontar y violentar límites e impedimentos variados, lejos de atemperar su retórica flamígera y apaciguar el clima de crispación, el Gobierno actúa como si estuviera condenado a actuar así por instintos comprensiblemente perniciosos para el país y para quienes gobiernan hace ya casi nueve años. El otro factor sugestivo es que el Gobierno incrementa su visceral diatriba contra personajes y hechos a los que está inextricablemente asociado.
La semana pasada, para citar un par de casos, aumentó su guerrilla furiosa contra YPF, mientras que a Alberto Fernández lo sacaban del aire en una entrevista por televisión. De no haber sido por el gobierno de Néstor Kirchner, el acuerdo entre Repsol y el Grupo Esquenazi, mediante el cual YPF fue comprada por esa familia argentina, no se hubiera concretado. Atacar ahora a una YPF a la que súbitamente la Presidenta encuentra frustrantemente "improductiva" es parte de un mecanismo que ya se hace proverbial: los socios de ayer son los destituyentes de hoy.
El caso del ex jefe de gabinete Alberto Fernández es casi paradigmático: su oficina estuvo durante cuatro años al lado de la de Kirchner y con las puertas libremente franqueadas, ¿cómo se explica que ahora sea un condenado a la muerte política por los mismos con quienes trabajó durante años?
Sin embargo, la inercia rumbo a la disgregación prosigue. Salvo los esfuerzos sofocados que sigue haciendo el gobierno de la provincia de Buenos Aires por asumirse y gobernar con y desde el peronismo, en el gobierno nacional se ha decretado por ahora el final de facto del justicialismo tal como fue conocido hasta hace pocos años.
El PJ ha dejado de existir en la vida política real y ni siquiera emite comunicados, mientras que lo que era el Frente para la Victoria en los años de Néstor Kirchner se ha corporizado ahora en la misteriosa "La" Cámpora. Una presidente que se hizo elegir en 2007 con la bandera de la recuperación institucional, hace todo lo humanamente posible para que la Argentina sea un territorio yermo para los partidos políticos.
Es sugestivo, sin embargo, que la radicalización retórica del Gobierno (que no tuvo mejor idea, en ostensible debilidad financiera, que encarar una improbable guerra contra empresas asociadas con la exploración petrolífera en torno de las Malvinas/Falkland), aumenta los decibeles de su pugnacidad en casi todos los órdenes.
Pero las políticas oficiales no pueden despegarse, pese a todo, del aire de improvisación que campea en la mayor parte de ellas. El virtual apoderamiento de la misma YPF que este gobierno organizó hace años, no consigue desandar una previsible recaída: dañar los intereses de Repsol es ir hoy contra una España más frágil, más hipersensible y más vulnerable que nunca. País de la Unión Europea y de la OTAN, una España maltratada por las torpezas argentinas podría hacerle mucho daño a Cristina Kirchner, orgullosa de participar de las reuniones del Grupo de los Veinte (G20), al que la Argentina ingresó durante y por el gobierno de Carlos Menem.
¿Por qué, entonces? Hasta los más sabihondos no terminan de comprender las razones de la conducta del Gobierno, que -además- no pareciera tomar conciencia del costo de las contradicciones flagrantes, como su actual postura a favor ahora del orden en las calles. En un punto, le asiste cierta razón a la ministra Nilda Garré cuando etiqueta de dura manera el accionar de muchos grupos que trapichean prebendas usando el espacio público como trinchera para apretar a las autoridades.
Pero si la legitimidad al sostener valores y criterios es un valor central para darle potencia y continuidad a las políticas, ¿cómo puede ahora el Gobierno condenar y sancionar lo que antes admitió, racionalizó y hasta convalidó? Sectores y personalidades diversos temen que se esté cocinando un guiso de nefastas consecuencias, las previsibles derivadas de una mezcla desaconsejable de inexperiencia, arrogancia y discrecionalidad.
Aún habiendo sido un líder mercurial e implacable, muchos tienden hoy a recuperar las dotes negociadoras y componedoras de Néstor Kirchner, comparándolas negativamente con los rasgos de conducta política de la actual presidente, mucho más inflexibles y, sobre todo, autosuficientes. Sobre todo desde mediados de 2006, el kirchnerismo en el poder fue sacrificando en muchas áreas la solvencia profesional de sus funcionarios, en aras de la lealtad y el compromiso voluntarista basado en la adhesión ideológica.
El despropósito se advierte en el fantasioso bautismo elegido: denominarse "camporista" en 2012 no sólo es un despropósito, sino una definición ideológica arcaica, y también peligrosa. Vuelca sobre la casi impalpable delgadez de la tartamudeante democracia argentina una nueva palada de tierra para enterrar la vigencia efectiva de los mandatos constitucionales, para los que el cumplimiento de las normas es la condición obligatoria.
Entretanto, los sistemáticos y cada vez más diseminados recortes a las importaciones van generando una escasez de productos que en el mediano plazo tendrá consecuencias sociales desagradables, asociados ahora al intento de "malvinizar" la vida cotidiana con el anuncio de que el Gobierno demandará judicialmente a empresas involucradas en la prospección de petróleo en el Atlántico Sur, una decisión de incomprensible negatividad para la Argentina.
Un gobierno que no consigue acceder al crédito internacional más de diez años después del default y que aún le sigue debiendo muchísimo dinero al Club de París, decide acentuar, con verborragia nacionalista, el perfil de inseguridad e imprevisibilidad que, justamente, menos le conviene al país. Así, las líneas de entendimiento se borronean; no se consigue entender cuál es el derrotero elegido.
Esta visceral regurgitación de lo que se planteaban hace casi 40 años, acentúa los rasgos opacos de un país cada vez más difícil de ser gobernado, y subraya la vocación de un gobierno que no para de enojarse, con todos y con todo. El camporismo de 1973 se proponía, de una u otra manera, avanzar hacia los arrabales de la patria socialista. ¿Podría este gobierno precipitarse, sin quererlo, en una aventura semejante?
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.