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Notas de Opinión Sábado 23 de Marzo de 2013

Humildad vs. soberbia

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Dr. León Jorge César Nihoul (*)

Por Dr. León Jorge César Nihoul (*)

De acuerdo con las definiciones que ofrece el Diccionario Enciclopédico Salvat, humildad significaría "una virtud cristiana que consiste en el conocimiento de nuestra bajeza y miseria, y en obrar conforme a él, sumisión, rendimiento'. A los términos bajeza y miseria hay que circunscribirlos en su sentido psicológico de virtud, pero no referido a fallas morales ni a un sentido peyorativo. Similar interpretación corresponde para sumisión y rendimiento.

Soberbia significaría "Orgullo desmedido. Excesiva consideración de uno mismo, o de una familia o clase, etc., con menosprecio de los demás. Gran magnificencia, suntuosidad o pompa. Demostración de ira o enojo'.

Asumiendo en primer lugar, personalmente, el reconocimiento del grado de cada uno de esos atributos positivos y de los negativos, se podría ir en búsqueda de arquetipos de esos dos polos opuestos, la humildad y la soberbia.

La elección del Cardenal Bergoglio en calidad de nuevo Papa causó sorpresa en todo el mundo católico, tal vez por desconocerse sus condiciones personales que hoy se ajustan a la necesidad de un cambio dentro de Iglesia Católica. Ante los consabidas cargas que soportaba la túnica papal de Benedicto XVI y las alicaídas fuerzas del anciano Papa, incapaces de sobrellevarlas y de superar el duro trance de los hechos consumados, una nueva conducción era necesaria. Ya la Iglesia Católica había pasado por situaciones similares que fueron en su momento superadas. En una de esas ocasiones surgió un aire renovador doctrinario encarnado por San Francisco de Asís quien eligió la humildad y el desprecio por los bienes materiales en aras del cumplimiento concreto de la doctrina cristiana. Más tarde, pasada la Edad Media y alumbrado por la innovadora fuerza del Renacimiento surgió la orden jesuítica. Ambos momentos renovadores significaron un trazo que no podría ser borrado por los posteriores avatares, solamente pudo darse el fenómeno de todo aquello que responde al proceso evolutivo propio de la Vida que, por sí misma, es movimiento y cambio.

Para que el cambio detenga al deterioro producido por el uso y el desgaste propio del movimiento de toda institución o país, se hace necesario el surgimiento de una figura emblemática capaz de insuflar el aire renovador necesario.

Era por demás conocido todo ese cúmulo de irregularidades que afectaba a la pureza de la religión cristiana dentro de su más numerosa feligresía, la Iglesia Católica. Esto venía ocurriendo, y al mismo tiempo era observable la aparición de nuevas sectas, tanto como el pasaje de católicos a otras instituciones religiosas cristianas. Pero como el Ave Fénix que siempre renace de sus cenizas, en este momento ha ocurrido que, sin llegar a las cenizas sino simplemente al escozor de los escándalos, una nueva ave ha tomado vuelo. Por eso causó sorpresa la elección de un cardenal argentino. Nadie pensaba que desde Argentina alguien fuera capaz de remontar ese vuelo.

Pero sucede que los cambios, para ser verdaderamente renovadores deben ser sorpresivos. Se necesita de un shock para que el despertar de un sopor sea fehacientemente expansivo. Francisco 1° ha dado inmediatas muestras de auténticas virtudes cristianas, y cuando esas muestras son abruptamente presentadas adquieren el tono de un momento de renovadas esperanzas. No es anecdótico ni casual que el actual Papa haya elegido el nombre de Francisco ni tampoco lo es el hecho de que él fuera un miembro de la orden jesuítica. Los hechos históricos son siempre producidos por la conjunción de fuerzas coherentes que se conjugan en tiempo y espacio.

Por contraparte de la virtud de la humildad se encuentra la descarnada figura de la soberbia. Ambos factores representan la permanente lucha de los opuestos, el bien y el mal. En nuestro país la zigzageante política se encuentra hoy teñida por el rojo color de la crispación y la soberbia. Es de esperar que desde allende los mares sople un viento de cambio. Todo es posible, porque el mal tampoco puede eternizarse,


(*) Córdoba.

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