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Notas de Opinión Miércoles 3 de Agosto de 2011

La prueba de fuego

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Rodrigo Solís (México)

Por Rodrigo Solís (México)

Cada día me convenzo más de que no soy el escritor que pretendía ser, o mejor dicho, cada día descubro que no soy un escritor. Tan solo soy la tímida sombra de un impostor. Alguien que le gusta leer (no lo suficiente) y ver programas de televisión (en exceso) y que cree (erróneamente) poder imitar lo que sus ojos y cerebro procesan con gran satisfacción ante una hoja de papel o una pantalla.

Me distraigo con asombrosa facilidad. En especial cuando escribo, o intento escribir. Si logro encadenar un par de párrafos medianamente decentes, dignos de ser leídos, que no matarían del aburrimiento al incauto lector, los gritos de mamá hacen acto de presencia desde la cocina.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo! –grita hasta que yo le devuelvo el grito preguntándole qué quiere.

Siempre son nimiedades. Que cambie un foco, que voltee el garrafón de agua, que vaya por el periódico a la esquina, etcétera. Mamá hace caso omiso a mis súplicas de que mientras estoy escribiendo por favor no me interrumpa, que haga de cuenta que no existo, que se imagine por un instante que no he regresado (humillado) a vivir a su casa, que soy un fantasma, o en el peor de los casos, que piense que soy su hijo mayor, al cual jamás se le cruzaría por la cabeza llamar para que vaya a comprarle un kilo de tomates.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo!

La sangre me hierve. Burbujea como agua mineral por mis venas. La sien me palpita. Intento respirar profundo, no quiero morir de un derrame cerebral como papá. Me concentro, o intento concentrarme en las palabras que voy agregando al párrafo, es decir, a la biografía de Selva Rodríguez, novela por la que el gobierno federal me está manteniendo, y por la que también, por obra y gracia divina mi chica permanece a mi lado.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo!

Doy un manotazo en la mesa. Salgo del cuarto dando un portazo. Bajo las escaleras, atravieso el pasillo de la sala y entro a la cocina aporreando los pies como si fuera un soldado norcoreano.

-¿Qué prefieres comer hoy bebé, lasaña o bistec empanizado?


* * *

Temo matar a alguien un día de estos. Mi lista la encabeza Jorge González. Pareciera que en el Universo se activa una alarma cuando la inspiración milagrosamente logra posarse sobre mi cabeza.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

Así suena la alarma del Universo. Igualito al ruido que hace el teléfono.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

¿Existe algo más molesto que los pitidos tradicionales del teléfono? ¿Por qué no he podido vencer a mi pereza y cambiar los infernales pitidos leyendo el manual del teléfono? Sigo adelante en la escritura. O eso intento. Empiezo a poner comas donde no deben ir. A utilizar gerundios, infinitivos. Diálogos inverosímiles. ¿Qué nadie piensa contestar el teléfono?

-¿Bueno?

-Buenas tardes, con el señor…

-Ya le dije que no vive aquí.

-Lo siento señor, tenemos registrado en este número al señor…

Me gusta colgarle el teléfono a Jorge González. Jorge González trabaja en HSBC. Su trabajo es recordarle a los deudores del banco que no olviden pagar sus deudas. Naturalmente yo no tengo deudas porque no poseo nada. O mejor dicho, porque no me he casado y comprado una casa para hospedar a una mujer neurótica con sus 3 hijos, tal como hizo mi hermano, que astuto, al pedir el crédito bancario dio como referencia no el número telefónico de su casa nueva sino el número de casa de mamá.

-¿Bueno?

-Buenas tardes, por favor no cuelgue…

-Ya le dije que no vive aquí.

-Entiendo, pero en el sistema tenemos este número registrado…

No me dolería colgarle el teléfono a Jorge González si no eligiera llamar justo cuando estoy escribiendo. Incluso, hay veces que he llegado a pensar que mi cuarto tiene un circuito cerrado de cámaras bien oculto desde donde Jorge Gonzáles me observa en su cubículo del banco, mirando cómo intento escribir, cómo me rasco la cabeza, cómo miro y miro la pantalla de la computadora sin animarme a teclear nada gracias a mi poca creatividad, hasta que de repente, cuando estiro las manos y empiezo a darle a las teclas, se le ilumina el rostro, dibuja una sonrisa demoníaca y coge el teléfono.

-¿Bueno?

-Buenos días, Jorge González, de nuevo…

-Ya le dije que mi hermano no vive aquí.

-Lo siento señor, mientras tengamos registrado en el sistema este número…

Hay días que en vez de escribir, me quedo sentado, pensativo frente al monitor, sin mover un solo músculo, temeroso de que al estirar la mano, Jorge González haga acto de presencia. En mi mente lo he amenazado de muerte, le he dicho que si vuelva a llamar le voy a caer a trompadas, que voy a ir directamente a su oficina a reventarle el teléfono en la cabeza. De hecho, una tarde de inusitada inspiración, pude cumplir mi sanguinaria fantasía.

-Señor, tranquilícese.

-Ya me escuchó, Jorge. ¿Estamos claros?

-Clarísimos, señor, el problema es que las oficinas centrales de HSBC están en el DF y usted vive en Mérida.

He intentado ponerle rostro a Jorge González. Indagué por varias horas en Facebook pero existen más Jorges González que Juanes Pérez. Fue como buscar una aguja en un pajar. Mi intención era dar con la esposa, novia, o algún pariente cercano, alguien que viviera en Mérida y amenazarlo de muerte, decirle al amigo o pariente cercano mediante una carta anónima que si Jorge González volvía a llamarme por teléfono, lo destazaría como a una res.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

La mayoría de las veces, tengo que ser sincero, mamá es la que contesta. Se enfrasca en batallas telefónicas por horas. Ignoro qué sea más molesto, si los gritos de mamá o los pitidos del teléfono.


(*) http://pildoritadelafelicidadladob.blogspot.com

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