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Notas de Opinión Miércoles 10 de Diciembre de 2014

Reflexiones en la ciudad de la furia

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Rodolfo Zehnder

Por Rodolfo Zehnder

Releyendo a Maritain, inagotable filósofo del social cristianismo, en una frenética tarde porteña, poblada de ruidos y desencuentros, se me ocurren algunas reflexiones que quiero compartir, aportando -desde mi humilde intelectualidad- criterios o pistas de aterrizaje para comprendernos y comprender más nuestra realidad.

Maritain -se sabe- era un hombre de esperanza, con ese sentido tan particular que al término le da el cristianismo: esperanza como espera, como ansia, como estímulo e ímpetu para llegar a destino, en este peregrinaje hacia la vida eterna, hacia el Omega que -desde el Alfa- nos enseñó el camino, la verdad, y la vida misma. Pero Maritain era también un hombre de acción, ya que la pasividad no perfecciona, y sí en cambio la actividad puesta al servicio de ese norte, de ese ideal, o de la utopía si el lector prefiere el término. Partiendo siempre -es claro- de la propia finitud humana, de la conciencia del límite metafísico: “De polvo eres y en polvo te convertirás”; de la contingencia: Estoy, pero podría no haber estado.

Cabe preguntarnos si los argentinos, como pueblo, y con la relatividad que la necesaria generalización impone, tenemos conciencia de nuestra finitud; si poseemos utopías y nos lanzamos a su búsqueda -como pueblo- con la esperanza (que no es un optimismo bobo) de alcanzarlas.

La respuesta parece negativa, al menos en buena medida. Los argentinos tendemos a no ubicarnos en el lugar que tenemos, que nunca nos satisface, aunque no tengamos claro dónde querríamos estar. Somos soberbios. Al no reconocer nuestros límites, no tratamos al otro como un semejante, con amabilidad y -por qué no- misericordia. Nos olvidamos del otro porque no sabemos dónde estamos parados nosotros mismos. No vemos al otro como “alguien” personal, con sus defectos y debilidades. No hay diálogos, sino monólogos. No hay bien común, sino búsqueda desenfrenada, aunque a veces embozada y siempre disimulada, del bien particular o sectorial, al cual se disfraza para quedar bien, engañar a otros, hasta engañarse a sí mismos. 

Presumimos de inteligentes cuando -como advirtiera Borges- se confunde inteligencia con viveza, con ocurrencias, con rapidez mental. Viveza para perjudicarnos a nosotros mismos, claro, y enorme torpeza para negociar con los de afuera y entender al mundo y por dónde pasan las relaciones entre los países. Nos creemos superiores a “nuestros hermanos latinoamericanos” y copiamos -cual pobre remedo- pautas culturales del primer mundo, como si a este le importara insertarnos allí. No hemos encontrado nuestro lugar en el mundo porque no nos hemos encontrado nosotros mismos, y por ende tampoco al otro, tantas veces visto como un rival, un adversario que nos disputa espacios de poder. Sin quererlo, y salvando la dimensión del tiempo, es como si hubiéramos inspirado a Hobbes y su estado de jungla donde el hombre es lobo para el hombre, o a Sartre, para quien el carácter absurdo de la existencia provoca la náusea, el rechazo, el espanto.

Estamos empezando, en nuestra crispación e intolerancia, a dejar lugares vacíos. Nos olvidamos de lo cotidiano. Aspiramos a las grandes cosas y nos olvidamos del aquí y ahora, fantaseando con delirios de grandeza, haciendo un mal uso del ideal que como nación es lícito enarbolar. Alguna vez, ante tamaña desmesura, habrá que hacer una “teología de las pequeñas cosas”: situarnos en el presente, en nuestra realidad concreta e inmediata, en el prójimo (“El más próximo”), en el hermano de carne y hueso que sufre y espera de nosotros la palabra, el pan, el trabajo; en el ser anónimo, secreto y sumergido que asiste impávido y asqueado al frenesí de las disputas y a la impúdica ostentación de poder y riqueza. 

Habrá que hacer una lectura en clave teologal -y por lo tanto salvífica- del abrazo que no dimos, de la mano que no tendimos, de la verdad que callamos (sólo porque estamos “instalados” y no queremos que nada lo altere), de nuestras pequeñas miserias de cada día, del honor que perdimos a fuerza de mentiras, de la paz que no construimos a fuerza de ideologismos fundamentalistas.

Se trata, en definitiva, como decía Maritain, de encontrar un genuino sentido a la vida, individualmente y como pueblo. Porque, como dijera Pascal “El hombre supera infinitamente al hombre”, y estamos hechos para la trascendencia, sin la cual, recordaba Guardini, “…se hunde todo en la sinrazón y la insensatez”.

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