Por Horacio J. Garetto
Murió un enorme. Un grande. Un gigante. Un hombre de esos que tienen la capacidad de cambiar la vida de un pueblo. De volver a poner en movimiento lo que estaba anquilosado, podrido, inerte, sin vida, estancado, atrasado, miserable, sin fe. La Venezuela de la crisis total de Carlos Andrés Pérez, la del neoliberalismo para minorías, fracasado, la del ajuste al gusto fondomonetarista, la del “caracazo”, con cientos de muertos.
Hugo Chávez, militar, coronel de paracaidistas, hijo de gente humilde, se alza contra esa Venezuela anquilosada, oligarca, yanquilandificada, corrupta, en un movimiento similar pero también distinto (como todo) al que acá en la Argentina pusieron en marcha una vez los militares del GOU, entre los que estaba Juan Perón, con la revolución del 4 de junio de 1943 que puso fin al ignominioso “fraude patriótico”.
Estaba lleno de vida. De energía. De vitalidad. De capacidad de trabajo. Le dio una fama y una jerarquía impresionantes a Venezuela. Un optimista nato. Hombre de fabuloso buen humor. Elevó espectacularmente la autoestima de Venezuela y de América Latina. Elevó la conciencia política de América Latina. Hombre de memoria prodigiosa. Citaba de memoria párrafos de libros sin error. Un líder nato. No paraba. Se entrevistó con todos los grandes líderes del mundo. Fue un volcán. Fue un antiimperialista. Fue nacionalista. Fue latinoamericanista. Fue desarrollista. Trató de diversificar la producción. Ayudó a la hermana República de Cuba bloqueada “no se sabe por qué”. Estaba lleno de actividad, de iniciativas. Quería justicia social. Quería distribuir. Un día mandó imprimir cinco millones de Don Quijotes de la Mancha para regalarle a los venezolanos. Un día una carroza con la figura del enorme Simón Bolívar desfiló por los carnavales de Rio de Janeiro divulgando su figura y su historia.
Venezuela, su país, no le podía seguir el ritmo. No estaba preparada intelectualmente para plasmar en la realidad semejante vorágine de iniciativa y actividad que desplegaba su presidente. Venezuela fue acostumbrada durante mucho tiempo a vivir de la renta del petróleo, no produciendo mucho, importando mucho. Nunca le encontró la vuelta, me parece, a lo que se llama en economía “la enfermedad holandesa”: dólar muy barato que hace muy baratas las importaciones que desplazan y no dejan nacer una industria nacional. Integró una generación de líderes excepcionales, junto con Néstor Kirchner, Lula de Brasil, Evo Morales, de Bolivia, Correa, de Ecuador, Mugica, de Uruguay, todos en la heroica tarea de tratar de transformar realidades duras, que se resisten, porque llevan décadas siendo amasadas por minorías que no quieren compartir nada, que resisten todos los cambios.
Derrotaron el proyecto del ALCA, el proyecto para que Estados Unidos se haga rico vendiéndonos bienes industriales mientras los latinos seguimos de por vida con lo agrominero, en la famosa batalla de Mar del Plata. Impulsó la Unasur y la Celac. Esto último es extraordinario. Un foro de naciones latinoamericanas para tratar nuestros problemas comunes sin Estados Unidos y sin Canadá. Como debe ser, porque estos dos últimos no tienen nada que ver con nuestros problemas. Lateralizando y dejando atrás la OEA que fue, mucho tiempo, un “ministerio de colonias” de Estados Unidos, según una definición famosa de otro grande de nuestra historia.
Fue un gran amigo de la Argentina. Cuando estuvimos fundidos, luego de la quiebra del 2001, cuando necesitábamos una mano ahí estaba la de Venezuela, que se transformó en un gran comprador de productos argentinos. Acá, en nuestra zona, ayudó a nuestra querida e indispensable SanCor que si no hubiese sido así por ellos y por el hoy tal vez sería extranjera. Por todo ello pienso que sería una buena idea, cuando los dioses se combinen para darnos a los rafaelinos la avenida de circunvalación que precisa la ciudad le pongamos de nombre: “Avenida de Circunvalación Hugo Chávez”.
PROPONGO
Uno de sus discursos en las Naciones Unidas está considerado el discurso más fabuloso, más majestuoso, más impactante de la historia de la ONU. “Por acá hay olor a azufre”, dijo, refiriéndose al olor a maldad que destilaba el presidente Bush hijo que había pasado por ahí minutos antes y llenado el mundo de guerras, invasiones. Absolutamente memorable, inolvidable, fue verlo regalar un libro del prócer intelectual latinoamericano, el uruguayo Eduardo Galeano, su fabuloso libro de lectura obligatoria “Las venas abiertas de América Latina”, al presidente Obama de Estados Unidos. Yo lo escuché una vez en vivo en la cancha de Ferro. Cancha llena. Carisma impactante. En un momento el estadio enmudeció para escucharlo leer un trozo de una carta de San Martín a Pueyrredón. Al rato, un trozo de una carta de Simón Bolívar, el genio total de América Latina. Previamente me había acercado para regarlarle un cuadro con un gráfico que yo había diseñado con una particular interpretación mía de las ideas del Bloque Regional de Poder Sudamericano, ideas que a él le gustaban de un intelectual querido por él (y por mí): Heinz Dieterich.
Orador fabuloso. Emocionante. Conocía mucha historia. Cada pieza oratoria de Chávez emocionaba a la gente, a las masas y a los intelectuales que están del lado del pueblo. Emocionaban y gustaban en toda Latinoamérica. En el mundo entero. Tengo muy guardado, en la memoria y en una carpeta, uno de esos discursos que es sensacionalmente perfecto: “El Sur también existe”, igual que el poema de Mario Benedetti, inaugurando una reunión del grupo de los 15. Búsqueselo. Léaselo. Estúdieselo. Apréndase a hacer discursos.
Gran demócrata. Muy joven fundó un partido, el Movimiento Quinta República, con el que en alianza con otros ganó por goleada a la asombrosa edad de 44 años en las primeras elecciones en las que se presentó (menos una que perdió por el 1%) y en todas las elecciones que siguieron también hasta el número de quince. Mejoró todos los indicadores sociales. Su pueblo lo amó. Latinoamérica lo llora.
Se va a hablar de él por 300 años. No cualquiera.
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