Por Dr. Jorge Nihoul
Por el Dr. Jorge C. Nihoul (Córdoba)
Xenofobia: odio, repugnancia u hostilidad hacia los extranjeros. Racismo: exaltación de la superioridad de la propia raza.
Estas son definiciones que se pueden encontrar en cualquier diccionario. Además ambas expresiones dan lugar a otras consideraciones.
Para el caso de la xenofobia encontramos en su definición tres grados diferentes de intensidad. Para comenzar vale decir que el odio es un sentimiento en sí mismo condenable. El habla más sobre quien lo siente que de quien es odiado. Quien odie, por cualquier motivo que sea, es una mala persona y, para peor, se perjudica a sí mismo. Tan ajeno es el odio a la calidad inherente de un ser humano racional que, como consecuencia, ese sentimiento produce en el mismo organismo descargas de elementos químicos propios del estrés que, como es sabido, producen deterioro orgánico. Es como si se tratara de un castigo infligido por Natura para quien no comprenda que la convivencia es una necesidad personal-social, entendiendo que ‘hombre solo vale nada’.
La repugnancia expresa un sentir ciertas sensaciones vinculadas con el olfato y el gusto, y son referidas a cosas, no a personas; a nivel intelectual sería un rechazo que no implica intención de producir algún daño sino más bien deseo de alejamiento: es un no querer sentir, o sea algo muy diferente al odio.
La hostilidad tiene un carácter militar, conlleva la noción de guerra, destrucción. Sería la acción concreta del odio.
Al margen de estas tres acepciones existe un cierto grado de xenofobia casi imperceptible, al menos para quien la siente. Esto lo demuestra la elección que todos hacemos al momento de elegir pareja, amistades, lugar donde vivir, etc. Esto es natural y está muy lejos del odio, la repugnancia y la hostilidad bélica. Además, es natural porque cumple con el principio de selección natural donde cada uno prefiere al igual en lugar de quienes sean diferentes. Esto explica porqué todos seamos algo xenofóbicos.
Algo distinto es el racismo que, por definición, significa la exaltación de la superioridad de una raza. Pero lo peor no es la exaltación sino las consecuencias surgidas a partir de tal exacerbación intelectual: odio, repugnancia, hostilidad. Es decir, la concreción de los sentimientos propios de la xenofobia vivida en sus grados de enajenación mental. Ese fue el caso de Hitler quien para llevar a cabo sus propósitos siguió un tortuoso y laborioso camino impulsado por su paranoia. Porque el racismo, concretado en hechos, necesita de un patológico ingrediente mental. La xenofobia en cambio admite grados exentos de animosidad y daño; se trataría de un factor necesario para la preservación de la propia identidad social.
La masacre acaecida en París ha despertado los sentimientos xenofóbicos que estaban aletargados. Mientras tanto los musulmanes fueron construyendo sus mezquitas. Ello prueba que los franceses no son racistas ni xenofóbicos en su grado manifiesto. Ahora se hallan sorprendidos. No sabían que no se puede jugar con los sentimientos islámicos, más aún sabiendo que algunos musulmanes son un resabio de la Edad Media, tiempos en que también los cristianos luchaban con las armas, y la hoguera. Los fundamentalistas, francamente xenofóbicos y racistas, son ajenos al mundo de hoy, pero sin dejar de ser peligrosos. No es el caso de combatirlos exterminándolos con la violencia utilizando sus mismos recursos sino evitando las causas que los movilizan, comenzando por abandonar la ocupación de sus territorios de origen, aunque esto no convenga a la sinarquía internacional y sus intereses económicos.
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