Por Hugo Borgna
Puede compararse el acto de servir café con las imágenes que pueblan las películas de tiempos muy pasados, especialmente orientales, en que dos o más personas transportaban en su interior, mediante palanquines, a importantes autoridades.
El movimiento es sumamente respetuoso y los dos descensos (el de la autoridad real a tierra en el palanquín y el del pocillo desde la barra hasta la mesa) con mucho cuidado a los destinatarios.
No es un simple medio. No un auxiliar, ni un colaborador casual.
El pocillo llega a quien lo ha pedido cumplió una orden de toda la escala de la empresa conocida como “cafetería”. El clima es familiar, amistoso, grato y todos están conformes.
Hay posibilidad para distintos gustos, combinando café, leche y chocolate, y una variedad de la cual no se entiende muy bien el porqué de su nombre: “lágrima”.
La cafetería no es un lugar triste y la lágrima no tiene razón de estar en las compinches mesas. Son, en aquella otra versión y cuando salen de a pares, líquidos sin los cuales la desazón que se pretende demostrar es importante.
La verdadera lágrima, la que se compone bien y sola, consiste en una solitaria gota oscura de café flotando sobre un océano de blanca -como corresponde- leche.
Cada mesa es un ámbito distinto con diferentes modos de ser y mostrarse. Hay quienes juegan a adivinar la relación que predomina en los consumidores de mesas cercanas, llegando incluso a suponer las palabras con que ellos se comunican. Prestan atención especial al contenido de lo que allí se ha servido.
Puede ser una pareja, entonces el interés es ver dónde están las manos, si hay sonrisas o algún eventual, imprevisible gesto. Pueden también ser cuatro mujeres conversando animadamente en una mesa adornada (por poco tiempo) con trozos de torta. O un grupo de profesionales de ciencias útiles a la sociedad, y surge un interés mayor por escuchar.
En estas circunstancias es posible que los habitantes de las mesas vecinas hagan la misma estimación respecto de la nuestra, pero eso no inquieta demasiado. La exposición resultante es también parte de las reglas de juego. Decir, mirar, atender café en todas sus presentaciones, genera atención. Llegando al edificio ya se percibe interiormente el sabor de esa cafetería.
Los compositores, esos que son patrimonio generoso de nuestra música, hacen ingresan junto al líquido una dosis notable de inspiración y ganas de crear, pero muchas veces se han dejado tentar por el componente poco feliz y les hace sentir el sabor, siempre sin edulcorar, del adiós. Que para el caso, si es definitivo, mejor.
Y es necesario hacer justicia. Si los humanos no han logrado sostener una relación, la culpa no es del pacífico y discreto café. “Medí tu vanidad y entonces comprendí mi soledad sin para qué, llovía y te ofrecí el último café”, llegaron a decir algunos poetas de inciertas rupturas frente a inocentes pocillos. Los humanos necesitan justificar su falta de nivel para convivir con los demás.
Al café no hay que pedirle nada. Con sus limitados instrumentos, hace el bien sin mirar a quien.
Para seguir haciendo justicia: ¿por qué el último café? Entre tantos pocillos disponibles, blancos como su inmejorable predisposición, por qué no hacer un pequeño retroceso de tiempo, con toque de mano incluido, y decir “penúltimo” en lugar del adjetivo final.
Suena mejor y es promesa ideal de una imagen con canto.
“¿quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”